(Aprovechando la noche de las lumbres de San Antón,
recupero un relatilllo inédito que escribí hace algunos años y que al mismo tiempo sirve para reavivar este blog, abandonado por otros menesteres literarios)
San Antón
En el décimo sexto día del
año, la fría noche jiennense resplandece en llamaradas que acarician las
fachadas de la ciudad, al tiempo que el aire expande el aroma liberado por el
ramaje del olivo al ser pasto de las lenguas de fuego que devoran las piras
levantadas en tantas plazas como el urbanismo moderno consiente.
En la noche de San Antón, el
fuego es protagonista de la pequeña historia local que así revive la ancestral
costumbre de recordar al Santo, aunque el fin de las lumbres no sea ya, ni con
mucho, pedir por la protección de las bestias y animales domésticos, en otro
tiempo pasado tan útiles y necesarios como el pan de cada día.
Hace décadas que esto no es
ya así, porque las lumbres, como todo uso social, han sufrido la transformación
que imprime el tiempo y la modernidad, hasta llegar al momento presente, cuando
se han convertido en una atracción entre nostálgica y folclórica: una
celebración que huye espantada de las grandes plazas, otrora empedradas y hoy
asfaltadas, en busca de derribos, solares y descampados donde el fuego no
perjudique el entorno.
Entre uno y otro tiempo,
entre el anteayer y el hoy, queda, sin embargo, un espacio temporal en el que
tienen acomodo no pocos recuerdos, amarillentos por antiguos, pero brillantes
como el flamear de las llamas perdiéndose en el horizonte de la noche oscura de
Jaén, en enero.
Las lumbres han tenido en
Jaén dos nutrientes primordiales. De un lado los materiales destinados a su
destrucción por el fuego, y de otro un amplio sector de la población,
mayoritariamente infantil y juvenil que, con mimo festivo,
mantenía la tradición año tras año, encargándose de apilar y custodiar
esos mismos materiales, y de buscarlos y reunirlos, generalmente al son de una
cantinela que, desprovista de su contexto y vista a través del prisma de los
años, pudiera parecer procaz, cuando en realidad guardaba m s inocencia y
candor que los vocablos a que hoy nos tienen acostumbrados los niños de aquella
misma edad.
Maderas, muebles viejos,
ropa, papeles; todo cuanto pudiera arder era reclamado de casa en casa, de
calle en calle con un solo estribillo:
Queremos tirajitos,
queremos tirajitos,
queremos tirajitos
p'a la lumbre San Antón:
cuatro peos y un follón.
Si esta recolecta
fallaba, y si no también, siempre
quedaba una alternativa, a la que se dedicaban los más arriesgados: transgredir
los límites del barrio con dirección al exterior de la ciudad y esquilmar el
primer olivar que se pusiera a tiro y que no estuviera guardado; cosa harto
improbable en esa fecha. Era un desafío más entre tantos, en una guerra sin
cuartel en la que siempre solía haber algún caído en aras del mantenimiento de
la tradición, y era éste siempre el primer olivo con el que se toparan los
valientes buscadores.
Terminada la batalla, y la
faena, los intrépidos regresaban a su base, su barrio, exhibiendo
ostentosamente sus trofeos: grandes y pequeñas ramas de olivo que eran paseadas
a rastras, tiradas con cuerdas, o simplemente a mano, por sus captores, que se
aprestaban sin dilación a llevarlas al lugar, por lo habitual secreto, donde se
guardaban y celosamente custodiaban todos los tirajitos de aquel año.
Para esto solía bastar una
vieja casa, un solar o un derribo cuya inexpugnabilidad garantizaba una guardia
permanente de aguerridos críos dispuestos a defender el tesoro de sus
tirajitos, aún a palos, frente a los seguros atacantes de otras calles o
barrios que pretendieran así aumentar sus combustibles riquezas, aprovechándose
del esfuerzo de los demás, para engrandecer en la medida de lo posible la pira
que habría de arder con la caída de la
tarde, ya en la noche de San Antón.
Esas siempre ciertas, y
deseadas, escaramuzas nunca solían llegar a mayores, aunque tampoco era
infrecuente que además de algunos posibles tirajitos, más de uno de aquellos
contendientes se llevase también alguna que otra pedrada llegada desde el bando
contrario, tras haber mantenido una fugaz batalla callejera que a su término
fácilmente podía arrojar un saldo de varios heridos leves, a los que horas más
tarde se reconocería por la tonsura que en su cuero cabelludo circundará el
piquete ocasionado por el impacto del certero proyectil.
A la caída de la tarde,
siempre con mil precauciones para evitar desagradables sorpresas, los depósitos
de tirajitos eran vaciados camino de la plaza elegida para cumplimentar el
ceremonial de la lumbre. En su centro, los más mayores habían levantado ya para
entonces un mástil al extremo del cual colgaba un informe muñeco hecho de
trapos y papeles revestidos con ropas viejas, cuya única vida la componía una
conveniente carga de sal gorda y petardos, de modo que entre unos y otros se
avivara el chisporroteo de las llamas y el regocijo de la chiquillería.
En derredor de ese mástil,
como un necesario arrope, se irían disponiendo los tirajitos, sin orden ni
concierto en lo más hondo del corazón de aquella montaña de materiales prestos
a ser consumidos por las llamas, pero más tamizados conforme se llegaba a su
capa más externa, a la piel de aquel cuerpo, pronto incandescente, que de manera
irrenunciable estaría formada por un recubrimiento de ramón de olivo.
Llegado el momento, apenas
desvaído el último rayo de sol, aquella masa de ilusiones juveniles prendería
por sus costados hasta convertirse en una esfera incandescente y chispeante que
durante largas horas atraería a su calor a las más variadas y variopintas
gentes, desde los curiosos de mirada fugaz, correteantes visitas de paso que
aquella noche recorrerían una a una las mejores lumbres de San Antón, hasta los
más cercanos convecinos, muchos de los cuales terminarían confundiendo el
brillo de las pavesas con los más madrugadores rayos de sol reflejados al alba
en las mismas ventanas y vidrieras que poco antes habían crujido
peligrosamente, heridas por la proximidad de las
lenguas de fuego.
En medio de unos y otros,
entre pasajeros curiosos y trasnochadores parroquianos, habrán desfilado otras
muchas especies capaces de entender la tradición de mil formas distintas: desde
críos de ojos grandes y brillantes, asombrados por primera vez ante el
espectáculo, hasta viejos y menos viejos, los unos para unirse a la fiesta, los
otros para calentar el aliento de una plegaria a San Antón, convencidos de que los
pobres animales, como antaño, son también merecedores de una oración. Y entre
aquéllos y éstos habrán acudido desfilado decenas de silenciosas mujeres que
con trabajo acercarán a la pira su óbolo, en forma de trasto inservible para
ellas, con que aventar las llamas.
Vecinas éstas que en no pocas ocasiones volverán al corro cargadas con una
perola de rosetas, a las que los hombres acompañarán presto con una bota de
vino, preferiblemente tinto, que la ocasión así lo manda.
En las noches de Jaén, las
lumbres serán motivo de reunión, patio de vecinos, foro de charla y rincón
familiar. Y serán también pícara esquina donde jóvenes enamorados, sus caras
ardientes por el rubor y la proximidad del fuego, junten por primera vez sus
manos, semiocultos por el juego de sombras nacido de la consunción de ese
pedazo llano y espontáneo de la tradición jiennense, no exento de trasfondo
mágico y mítico, que son las lumbres de San Antón; el juego del todo y de la
nada, de la vida y la muerte consumidas por el voraz fuego de la existencia,
hasta ser convertidas en simples cenizas que a la mañana siguiente desaparecerán
aventadas por los aires madrugadores de Jabalcuz.
Pero siempre, siempre, hubo
algún niño que aquella fría mañana, camino ya del colegio, hurgó en esa misma
ceniza en busca de una brasa aún caliente con la que prender su corazón para
que nada de aquello desapareciera. Porque aunque el paso de los años ponga el
coto del olvido en torno a la tradición, nunca habrá nada ni nadie capaz
de impedir que en sus entrañas arda de nuevo el fuego de la noche mágica de
Jaén.
José Luis García
Enero de 1992