domingo, 8 de junio de 2014

Aquellos cines de verano


Aquellos cines de verano

Hace varios años que por la Red circula, entre cientos de fotos del Jaén antiguo, esta imagen tan evocadora de tiempos pasados como de costumbres que perdimos. Corresponde al cine San Lorenzo, de verano, naturalmente. Una sala a cielo abierto que no sólo tenía la virtud de abrirnos los ojos al mundo extraordinario y fantástico del cine, sino de crear una especie de complicidad entre los asistentes a la proyección, por las especiales características del lugar, favoreciendo una comunicación interpersonal que prácticamente ha desaparecido, de manera particular en Jaén, donde las únicas salas de cine que quedan, de invierno, naturalmente, están en una gran superficie situada a kilómetros del centro de la ciudad, en el extrarradio. Con la imagen del cine San Lorenzo vienen a la memoria de quienes ya pasamos la frontera del medio siglo otros como el Cinema Jaén, el Jardín Cinema, el Rosales, el Avenida, la propia Plaza de Toros, el Auditorio y también el Cine Museo, tal vez el primero de estos en caer, casi al mismo tiempo que lo hizo el propio San Lorenzo, con el que guardaba un cierto parecido morfológico, con sus gradas de general -también las tenía el Jaén-, sus entrada al patio de butacas pasando bajo la pantalla -aunque sin el "escenario" del San Lorenzo- e incluso el pequeño bar en el que comprábamos pipas y gaseosas, porque las majoletas ya nos las vendían en los puestos colocados estratégicamente junto a la taquilla, y con ellas el trozo de caña hueco que los más gamberros convertían en cerbatanas con las que desde general asaeteaban los cogotes de quienes tenían el "privilegio" de poder pagar la entrada para sentarse en el "patio de butacas".

lunes, 26 de mayo de 2014

Del Jaén que perdimos

Del Jaén que perdimos

Decía el profesor Chueca Goitia que Jaén está entre las ciudades en las que mayores atrocidades urbanísticas se han cometido, con la destrucción de edificios históricos. A este blog se han incorporado ya sobrados ejemplos de ello. Pero para que tamañas tropelías en nombre del mercantilismo y la especulación no caigan en el olvido y sirvan de vergüenza para quienes las perpetraron, por acción u omisión, viene a esta página la imagen del claustro del que fuera convento de San José de Carmelitas Descalzos, desaparecido hace alrededor de cuatro décadas, muy poco después de que se tomara la fotografía, en la que era evidente su estado de abandono pese a su caracter monumental. Estaba en la Carrera de Jesús y era el espacio conventual anejo a lo que hoy es el recuperado Camarín de Jesús y la que fuera iglesia del convento. De aquel patio majestuoso, de sencillas líneas y siglos de antigüedad -que para sí hubieran querido muchos por su solidez constructiva- sólo quedan eso, imágenes. El resto ¡vaya usted a saber dónde se encuentra! Alguien ha apuntado en alguna ocasión que en una finca parcitular. Tal vez sea cierto, o tal vez no. Lo único constatable es que en su lugar, como ya se dijo en este blog al hablar del también arrasado acueducto que pasaba junto al Barranco de los Escuderos, lo único que nos han dejado es un insulso edifico de viviendas.

domingo, 16 de febrero de 2014

La Magdalena: fin de una transformación

La Magdalena: fin de una transformación

La imagen, de 1977 si la memoria no es infiel, corresponde al momento en que se perpetra la transformación de la fachada de la iglesia de la Magdalena con la apertura de una nueva puerta para la salida de los pasos procesionales. La puerta, como ya quedó dicho en un comentario anterior en este mismo blog, sustituyó a la que, décadas atrás, había sido abierta en la fachada que da a la plaza de la Magdalena, junto al convento de Santa Ursula. El nuevo hueco se abrió derribando el muro situado entre la puerta principal, del siglo XVI, y la de acceso al patio del estanque, espacio de origen musulmán que confirma la anterior existencia de una mezquita en el lugar donde luego se alzó el templo. La imagen es suficientemente elocuente. Como dato curioso, los huecos laterales y el espacio superior al arco apuntado que se ve al aire, tal vez resto de un altar suprimido, estaban rellenos con huesos, probablemente trasladados allí cuando se ordenó la supresión de los cementerios parroquiales, como fue norma general por entonces.

miércoles, 12 de febrero de 2014

La Gran Señora



La Gran Señora
Da igual el tiempo que tenga la fotografía. Da igual que sea en blanco y negro o en color. Lo que en ella vale es que, aún hoy, la perspectiva no ha cambiado demasiado y que desde el pequeño mirador de la Carretera de Circunvalación, esa Gran Señora que es la Catedral de Santa María de la Asunción sigue coronando el caserío de una ciudad, Jaén, que la tiene como su mayor orgullo. Que todos queremos que sea Patrimonio de la Humanidad es incuestionable. Pero también lo es que si no le otorgan tal título, la Catedral seguirá siendo lo que siempre fue, una envidiable joya que, no se olvide nunca, sirvió como modelo para otras catedrales erigidas en el Nuevo Mundo.

martes, 11 de febrero de 2014

La Cruz del Castillo


La Cruz del Castillo

Hubo uun tiempo en que la Cruz del Castillo, nombre por el que siempre la conocimos los jiennenses, campeaba agreste entre las peñas del Cerro de Santa Catalina, señalando el punto más elevado de Jaén, ese que, dice la leyenda, marcó con la cruz de su espada un capitán de las huestes de San Fernando, o tal vez el mismísimo Rey Santo, para señalar que Jaén pasaba a manos cristianas un día de 1246 (lo del mes de noviembre es tan impreciso como legendario). Hoy, la Cruz sigue donde siempre estuvo, convertida en el mejor mirador de la ciudad que se rinde a sus pies. Desde ella se contempla de forma incomparable la Catedral que queremos convertir en parte del Patrimonio de la Humanidad. Desde la Cruz, la obra proyectada por Vandelvira parece que busca un diálogo imposible con el cielo y la historia, como si la una estuviera allí para que la otra la observara. Hoy, para ir a la Cruz ya hay un camino perfecto, defendido de peligros. La foto, lógicamente, es de ayer; de cuando para ir a ese encuentro casi mágico con la ciudad rendida había que sentir el vértigo de la indefensión entre las rocas. Cosas de ayer y de hoy, al fin y al cabo, para un diálogo que persiste a través de los siglos.

viernes, 7 de febrero de 2014

La Magdalena, secuencia de una transformación


Secuencia de una transformación

La fundación, a mediados de los años cuarenta del pasado siglo, de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Clemencia llevó a la apertura de una puerta en el muro oriental de la iglesia de la Magdalena, para que por ella pudieran salir los pasos procesionales. La puerta, que se aprecia en la imagen superior, realizada por Jaime Roselló, se mantuvo hasta que el templo fue sometido a una profunda y larga restauración en los años setenta del mismo siglo. La obra, de la que ya se habló en una entrada anterior de este mismo blog, fue aprovechada para abrir una nueva puerta junto a la portada principal de la iglesia y supuso, además de la transformación estética del templo, el cierre de la antigua puerta procesional, momento que recoge la fotografía que sigue.


jueves, 6 de febrero de 2014

La iglesia de la Magdalena, tal cual


La iglesia de la Magdalena, tal cual

Levantada muy a principios del siglo XVI sobre lo que fue mezquita árabe, la iglesia de Santa María Magdalena ha sufrido a lo largo de los siglos importantes obras, algunas de las cuales llegaron a transformar su fisonomía, al menos la exterior. La imagen corresponde a los años setenta del pasado siglo, cuando el templo aún estaba cerrado como consecuencia de una larguísima restauración que lo mantuvo inutilizado durante más de una década. Sorprende la fotografía por tratarse de la antigua fachada de la iglesia, porteriormente transformada con una puerta que se abrió sin cuento alguno en el lienzo de muro liso que se aprecia a la izquierda. La puerta se construyó probablemente para que por ella salieran los pasos procesionales, que hasta entonces lo hacían por otra ya cegada, próxima al convento de Santa Úrsula.

miércoles, 5 de febrero de 2014

El torreón de Millán de Priego



El torreón de Milllán de Priego

El torreón desde el que arrancaba la calle Millán de Priego por su extremo oeste fue durante mucho tiempo el primer vestigio histórico que el viajero encontraba a su llegada a Jaén. Las venerables piedras, cercanas a donde se levantó la Puerta del Aceituno, eran parte de la vieja muralla, de la que poco queda dentro del casco histórico, arrasada, como tantas otras en toda España, por los criterios urbanísticos que primaron en el siglo XIX. Unas ideas que prácticamente sólo dejaron en pie aquellas partes de la cerca que se hallaban fuera del casco, es decir, las que subían hacia el Alcázar Nuevo, hoy peor conservadas de lo que debieran, o las que ya se encontraban escondidas dentro de las edificaciones que se alzaron al abrigo de la muralla. La imagen es de los años setenta del pasado siglo, muy poco después de ser restaurado el torreón, en el que todavía se conservaba el rótulo que daba cuenta de la obra. Hoy, la zona está muy transformada, embutida en la mole de teatro Infanta Leonor. De ahí el valor de esta imagen en blanco y negro, para recuerdo de quienes por allí anduvimos.

jueves, 16 de enero de 2014

San Antón





(Aprovechando la noche de las lumbres de San Antón, 
recupero un relatilllo inédito que escribí hace algunos años y que al mismo tiempo sirve para reavivar este blog, abandonado por otros menesteres literarios)


San Antón
 
En el décimo sexto día del año, la fría noche jiennense resplandece en llamaradas que acarician las fachadas de la ciudad, al tiempo que el aire expande el aroma liberado por el ramaje del olivo al ser pasto de las lenguas de fuego que devoran las piras levantadas en tantas plazas como el urbanismo moderno consiente.
En la noche de San Antón, el fuego es protagonista de la pequeña historia local que así revive la ancestral costumbre de recordar al Santo, aunque el fin de las lumbres no sea ya, ni con mucho, pedir por la protección de las bestias y animales domésticos, en otro tiempo pasado tan útiles y necesarios como el pan de cada día.
Hace décadas que esto no es ya así, porque las lumbres, como todo uso social, han sufrido la transformación que imprime el tiempo y la modernidad, hasta llegar al momento presente, cuando se han convertido en una atracción entre nostálgica y folclórica: una celebración que huye espantada de las grandes plazas, otrora empedradas y hoy asfaltadas, en busca de derribos, solares y descampados donde el fuego no perjudique el entorno.
Entre uno y otro tiempo, entre el anteayer y el hoy, queda, sin embargo, un espacio temporal en el que tienen acomodo no pocos recuerdos, amarillentos por antiguos, pero brillantes como el flamear de las llamas perdiéndose en el horizonte de la noche oscura de Jaén, en enero.
Las lumbres han tenido en Jaén dos nutrientes primordiales. De un lado los materiales destinados a su destrucción por el fuego, y de otro un amplio sector de la población, mayoritariamente infantil y juvenil que, con  mimo festivo, mantenía la tradición año tras año, encargándose de apilar y custodiar esos mismos materiales, y de buscarlos y reunirlos, generalmente al son de una cantinela que, desprovista de su contexto y vista a través del prisma de los años, pudiera parecer procaz, cuando en realidad guardaba m s inocencia y candor que los vocablos a que hoy nos tienen acostumbrados los niños de aquella misma edad.
Maderas, muebles viejos, ropa, papeles; todo cuanto pudiera arder era reclamado de casa en casa, de calle en calle con un solo estribillo:

Queremos tirajitos,

queremos tirajitos,
queremos tirajitos
p'a la lumbre San Antón:
cuatro peos y un follón.

Si esta recolecta fallaba,  y si no también, siempre quedaba una alternativa, a la que se dedicaban los más arriesgados: transgredir los límites del barrio con dirección al exterior de la ciudad y esquilmar el primer olivar que se pusiera a tiro y que no estuviera guardado; cosa harto improbable en esa fecha. Era un desafío más entre tantos, en una guerra sin cuartel en la que siempre solía haber algún caído en aras del mantenimiento de la tradición, y era éste siempre el primer olivo con el que se toparan los valientes buscadores.
Terminada la batalla, y la faena, los intrépidos regresaban a su base, su barrio, exhibiendo ostentosamente sus trofeos: grandes y pequeñas ramas de olivo que eran paseadas a rastras, tiradas con cuerdas, o simplemente a mano, por sus captores, que se aprestaban sin dilación a llevarlas al lugar, por lo habitual secreto, donde se guardaban y celosamente custodiaban todos los tirajitos de aquel año.
Para esto solía bastar una vieja casa, un solar o un derribo cuya inexpugnabilidad garantizaba una guardia permanente de aguerridos críos dispuestos a defender el tesoro de sus tirajitos, aún a palos, frente a los seguros atacantes de otras calles o barrios que pretendieran así aumentar sus combustibles riquezas, aprovechándose del esfuerzo de los demás, para engrandecer en la medida de lo posible la pira que  habría de arder con la caída de la tarde, ya en la noche de San Antón.
Esas siempre ciertas, y deseadas, escaramuzas nunca solían llegar a mayores, aunque tampoco era infrecuente que además de algunos posibles tirajitos, más de uno de aquellos contendientes se llevase también alguna que otra pedrada llegada desde el bando contrario, tras haber mantenido una fugaz batalla callejera que a su término fácilmente podía arrojar un saldo de varios heridos leves, a los que horas más tarde se reconocería por la tonsura que en su cuero cabelludo circundará el piquete ocasionado por el impacto del certero proyectil.

A la caída de la tarde, siempre con mil precauciones para evitar desagradables sorpresas, los depósitos de tirajitos eran vaciados camino de la plaza elegida para cumplimentar el ceremonial de la lumbre. En su centro, los más mayores habían levantado ya para entonces un mástil al extremo del cual colgaba un informe muñeco hecho de trapos y papeles revestidos con ropas viejas, cuya única vida la componía una conveniente carga de sal gorda y petardos, de modo que entre unos y otros se avivara el chisporroteo de las llamas y el regocijo de la chiquillería.
En derredor de ese mástil, como un necesario arrope, se irían disponiendo los tirajitos, sin orden ni concierto en lo más hondo del corazón de aquella montaña de materiales prestos a ser consumidos por las llamas, pero más tamizados conforme se llegaba a su capa más externa, a la piel de aquel cuerpo, pronto incandescente, que de manera irrenunciable estaría formada por un recubrimiento de ramón de olivo.
Llegado el momento, apenas desvaído el último rayo de sol, aquella masa de ilusiones juveniles prendería por sus costados hasta convertirse en una esfera incandescente y chispeante que durante largas horas atraería a su calor a las más variadas y variopintas gentes, desde los curiosos de mirada fugaz, correteantes visitas de paso que aquella noche recorrerían una a una las mejores lumbres de San Antón, hasta los más cercanos convecinos, muchos de los cuales terminarían confundiendo el brillo de las pavesas con los más madrugadores rayos de sol reflejados al alba en las mismas ventanas y vidrieras que poco antes habían crujido
peligrosamente, heridas por la proximidad de las lenguas de fuego.
En medio de unos y otros, entre pasajeros curiosos y trasnochadores parroquianos, habrán desfilado otras muchas especies capaces de entender la tradición de mil formas distintas: desde críos de ojos grandes y brillantes, asombrados por primera vez ante el espectáculo, hasta viejos y menos viejos, los unos para unirse a la fiesta, los otros para calentar el aliento de una plegaria a San Antón, convencidos de que los pobres animales, como antaño, son también merecedores de una oración. Y entre aquéllos y éstos habrán acudido desfilado decenas de silenciosas mujeres que con trabajo acercarán a la pira su óbolo, en forma de trasto inservible para ellas, con que aventar las llamas.  Vecinas éstas que en no pocas ocasiones volverán al corro cargadas con una perola de rosetas, a las que los hombres acompañarán presto con una bota de vino, preferiblemente tinto, que la ocasión así lo manda.

En las noches de Jaén, las lumbres serán motivo de reunión, patio de vecinos, foro de charla y rincón familiar. Y serán también pícara esquina donde jóvenes enamorados, sus caras ardientes por el rubor y la proximidad del fuego, junten por primera vez sus manos, semiocultos por el juego de sombras nacido de la consunción de ese pedazo llano y espontáneo de la tradición jiennense, no exento de trasfondo mágico y mítico, que son las lumbres de San Antón; el juego del todo y de la nada, de la vida y la muerte consumidas por el voraz fuego de la existencia, hasta ser convertidas en simples cenizas que a la mañana siguiente desaparecerán
aventadas por los aires madrugadores de Jabalcuz.
Pero siempre, siempre, hubo algún niño que aquella fría mañana, camino ya del colegio, hurgó en esa misma ceniza en busca de una brasa aún caliente con la que prender su corazón para que nada de aquello desapareciera. Porque aunque el paso de los años ponga el coto del olvido en torno a la tradición, nunca habrá nada ni nadie capaz de impedir que en sus entrañas arda de nuevo el fuego de la noche mágica de Jaén. 

 
                                               José Luis García
                       Enero de 1992